Cap. 1.11

          No se comprenderían bien los pródromos y el desarrollo de la revolución sud-americana sin el conocimiento de sus razas, y especialmente de la raza criolla, factor principal en ella, en la que se acumulaba la fuerza; residía la pasión y germinaba la idea revolucionaria como una semilla nativa del suelo.
          Cinco razas, que para los efectos de la síntesis histórica pueden reunirse á tres, poblaban la América meridional al tiempo de estallar la revolución de la independencia: los españoles europeos, los criollos hispano-americanos, y los mestizos, y los indios indígenas y los negros procedentes de África. Los españoles, constituían la raza conquistadora, privilegiada, que por la simple razón de su origen tenían preeminencia política y social. Los indios y los negros formaban la raza servil bajo el régimen de la esclavitud, y era elemento inerte. Los mestizos eran razas intermediarias entre los españoles, los indios y los africanos, que en algunas partes componían la gran mayoría. Los criollos, los descendientes directos de españoles, de sangre pura, pero modificados por el medio y por sus enlaces con los mestizos que se asimilaban, eran los verdaderos hijos de la tierra colonizada y constituían el nervio social. Representaban el mayor número, y cuando no, la potencia civilizadora de la colonia: eran los más enérgicos, los más inteligentes é imaginativos, y con todos sus vicios heredados y su falta de preparación para la vida libre, los únicos animados de un sentimiento de patriotismo innato, que desenvuelto se convertía en elemento de revolución y de organización espontánea, y después en principio de cohesión nacional.
          Los nativos de Sud-América, sometidos al bastardo régimen colonial de la explotación en favor de la metrópoli y de la exclusión en favor de los españoles privilegiados, formaban así una raza aparte y una raza oprimida, que no podían ver en sus antecesores y semejantes, padres ni hermanos, sino amos. Éstas eran las consecuencias fatales del modo como se organizó la conquista de la América por la España, y de la teoría que hacía derivar de ese hecho el título y el derecho para gobernarla en beneficio de la nación y de la raza conquistadora. Ésa era la base del sistema colonial que convertía á los naturales del suelo en cosas y los asimilaba en cierto modo á los indígenas conquistados, determinando de antemano el divorcio etnológico y social de los colonos hispano-americanos con la madre patria. La España, que en verdad concedió á la América todo lo que ella tenía, y dio á sus colonos por efecto de la lejanía tal vez más libertad y más franquicias municipales que las que gozaban sus propios hijos en su territorio, jamás adoptó ni pensó adoptar una política que refundiese á las colonias en la comunidad nacional, y precisamente porque tenía un gobierno absoluto, no podía hacerlo aun cuando lo hubiese querido ó hubiese sido capaz de pensarlo. De aquí provenían los monopolios, las exclusiones y los privilegios, que haciendo más pesado y menos justificado su dominio, hacía más profunda la división de intereses, de aspiraciones y de sentimientos. Los españoles por su parte exaltaban este estado de exacerbación de los ánimos predispuestos. Persuadidos de que el territorio y los naturales de América eran el feudo y los feudatarios de la metrópoli y de todos y de cada uno de los que habían nacido en la península ibérica, se consideraban como señores naturales á título de seres privilegiados de una raza superior, y pensaban que mientras existiese en la Mancha un zapatero de Castilla con un mulo, ese zapatero con su mulo, tenía el derecho de gobernar toda la América1.
          La aspiración natural de los esclavos es la libertad, y la de las razas oprimidas que se sienten con fuerza propias, reasumir su personalidad ante la familia humana. Esta doble aspiración llevaba el germen de la revolución americana, que una mala política fomentó y que circunstancias propicias ó aciagas aceleraron. La raza indígena, de cuyas sublevaciones parciales hemos hecho caso omiso como elemento revolucionario, hizo su grande explosión en 1780, levantándose en masa en el Perú contra los conquistadores, con Tupac-Amarú, descendiente de los Incas, á su cabeza. Reunieron grandes ejércitos, pelearon: pero fueron lógicamente vencidos, ahogados para siempre en su propia sangre, porque no eran dueños de las fuerzas vivas de la sociedad, y porque no  representaban la causa de la América civilizada. Debía llegar un turno á los nativos, hijos de los conquistadores, de quienes las leyes y las costumbres habían hecho una raza aparte. Ellos, dueños de la tierra, con aspiraciones ingénitas de independencia, con propósitos patrióticos, la llegarían á amar con la pasión que se convierte en acción y se transforma en libertad, obedeciendo á la ley de la sucesión de las fuerzas morales.
          Los miembros de esta raza desheredara, tan inteligente como enérgica, debían experimentar un nuevo sacudimiento en presencia del espectáculo de la España, que sólo tenía el prestigio de lo lejano y lo desconocido. Viéndola tan despotizada como ellos, no encontrando ahí nada que admirar, amar ó respetar en común, se sentían extranjeros en la metrópoli los que la veían de cerca, y sin vínculos morales, políticos o sociales los que vegetaban lejos de ella. Un rey absoluto, y por lo común imbécil, era el único punto de contacto más bien que de unión, entre el mundo explotado y a nación explotadora. El divorcio era un hecho que estaba en las leyes y en las prácticas, y penetraba espontáneamente en las conciencias. La madre patrio no era ni podía ser para los americanos ni una patria ni una madre: era una madrastra. Entonces sus instintos de independencia tomaban forma, se convertían en pasión y se transformaban en idea, síntomas de los tiempos que atrasaban y presagio de los tiempos que venían. De este modo la rebelión moral se operó en las conciencias antes de ser un poder tangible, como se ha visto. Su fermento concentrado debía producir ese estallido de nobles iras; esas aspiraciones intensas, esa exaltación de sentimientos de confraternidad, de que los sud-americanos residentes en la metrópoli participaban con más vehemencia que los mismos criollos que nunca habían perdido de vita el humo de sus hogares. Revolucionarios de raza, odiaban tanto como amaban. Es así como se explica que todos los caudillos de la revolución americana que vinieron de España, aun aquellos que recibieron más distinciones en ella, fueron los que con más pasión y más genio la combatieron. convirtiendo sus odios en fuerza eficiente de la revolución que inocularon en las masas.
          Empeñada la lucha por la independencia, las razas intervinieron en ella obedeciendo á sus afinidades. Los criollos tomaron la dirección política y la vanguardia en el combate entre las colonias insurreccionadas y su metrópoli. Los indígenas, emancipados por la revolución de las servidumbres que sobre ellos pesaban, se decidieron por ella, como auxiliares, aun cuando nunca fueron contados como fuerza militar, á excepción de Méjico, donde ese elemento figuró en primera línea. En el resto de la América, los mestizos constituyeron la carne de cañón y el nervio de sus ejércitos. El gaucho argentino, especie de árabe y cosaco modificado por el clima, y poseído del mismo fatalismo del amo y de la fortaleza del otro, dio su tipo á la caballería revolucionaria que debía llevar su gran carga a fondo desde el Plata hasta el Chimborazo. En el extremo opuesto, los llaneros de Venezuela raza mestiza de indígenas, españoles y negros, en que empezaba á predominar el carácter criollo, formaron los famosos escuadrones colombianos acaudillados por héroes de su estirpe que en sus campañas desde el Orinoco hasta Potosí por sus proezas eclipsarían á los de Homero. Los rotos de Chile, en que prevalecía la sangre indígena formarían con los argentinos los sólidos batallones para medirse con los regimientos españoles, vencedores de los soldados de Napoleón en la guerra de la Península. Los negros, emancipados de la esclavitud, dieron su contingente á la infantería americana, revelando cualidades guerreras propias de su raza. Los indígenas del Alto Perú mantuvieron viva por más de diez años la insurrección en su territorio, á pesar de la derrota de las armas de la revolución, contribuyendo con sus reverses al éxito final, tanto como las victorias. Los cholos de la parte montañosa del Perú, se decidieron por la causa del rey, y según el testimonio de los generales españoles que los mandaron, como infantes podían equipararse á los primeros del mundo, excediéndolos en el sufrimiento de las fatigas y en la celeridad de las marchas extraordinarias al través del continente. Los criollos formaban el núcleo de esto elementos de fuerza e el combate de las razas y de los principios.
          La raza criolla en la América del Sud, elástica, asimilable y asimiladora, era un vástago robusto del tronco de la raza civilizadora indico-europea á que está reservado el gobierno del mundo. Nuevo eslabón agregado á la cadena etnológica, con su originalidad, sus tendencias nativas y su resorte moral propio, es una raza superior y progresiva á la que ha tocado desempeñar una misión en el gobierno humano en el hecho de completar la democratización del continente americano y fundar un orden de cosas nuevo destinado á vivir y progresar. Ellos inventaron la independencia sud-americana y fundaron la república por sí solos, y solos, la hicieron triunfar, imprimiendo á las nuevas nacionalidades que de ella surgieron su carácter típico. Por eso la revolución de su independencia fue genuinamente criolla. Cuando estalló en 1810 con sorpresa y admiración del mundo, se dijo que la América del Sud sería inglesa ó francesa, y después de su triunfo presagióse que sería indígena y bárbara. Por la voluntad y la oba de los criollos, fue americana, republicana y civilizada.
 
 
  1. Esta teoría es atribuída al oidor Aguirre en Méjico. -Retrepo, en su «Hist. de Colombia», t. I, pág. 51, dice: "Los españoles europeos decían: 'que la América española debía permanecer siempre unida á la España, cualquiera que fuese la suerte que corriera la Península; y que el último que sobreviviera, tenía derecho para mandar á los americanos.' "- Para mayor ilustración, véase en nuestra: «Hist. de Belgrano», (4º ed. t. I, p. 317), el discurso del Obispo Lué, en el Cabildo abierto de Buenos Aires en 1810, en que sostuvo: «Que mientras existiese en España un pedazo de tierra, debía España mandar en las Américas; y que, mientras existiese un solo español en las Américas, ese español debía mandar á los americanos, pudiendo sólo venir el mando á los hijos del país, cuando ya no hubiese un sólo español en él.»
  

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