Cap. 1.3

          La tierra descubierta por Cristóbal Colón que complementó el mundo físico, estaba destinada á restablecer su equilibrio general en el momento mismo en que vacilaba sobre sus cimientos.
       Antes de finalizar el siglo XV, la Europa había perdido su equilibrio moral, político y mecánico. Después de la invasión de los bárbaros del Norte, que le inocularon un  nuevo principio de vida, sin extirpar el germen de decadencia heredado del antiguo imperio romano destruido su civilización estaba á punto de desmoronarse otra vez. No existía en ella una sola nación coherente, y sus agrupaciones inorgánicas eran compuestos heterogéneos de razas y particularismos antagónicos, basados en la conquista y la servidumbre, que la fuerza ataba y desataba. Sus fuentes productivas estaban casi agotadas y su porvenir era un problema sombrío. La libertad de los hombres esclavizados era apenas una esperanza latente que ardía como luz moribunda en el fondo de algunas conciencias. El privilegio de unos pocos, era la regla dominante y la ley niveladora que pesaba sobre las cabezas de la gran comunidad avasallada. La moral política de los pueblos y de sus pensadores era la del príncipe de Maquiavelo, que anteponía la razón del Estado á todos los derechos humanos, justificando todos los medios por los resultados, y esto era un adelanto relativo. Toda revolución sana en el sentido del progreso era imposible dentro de sus elementos caducos, y así la Europa marchaba fatalmente á la disolución social por falta de un principio vital y regenerador.
         La caída del antiguo imperio greco-romano había derribado el último antemural de la Europa contra la nueva irrupción de los bárbaros de Oriente, que avanzaba compacta y fanatizada desde el fondo del Asia bajo el pendón de la media luna, oponiendo el Korán al Evangelio. Dueños los musulmanes de Constantinopla, de la Grecia antigua y parte de la Italia en Europa, y de las llaves de la navegación del Mediterráneo, el despotismo oriental, precedido por sus armas triunfantes había invadido todo el occidente, convirtiéndose en institución permanente, divinizada, y este poder absoluto y absorbente de la sociedad y del individuo era la última esperanza de los pueblos contra los males de la época y la tiranía de los privilegiados. Para colmo de infortunios, los antiguos caminos del comercio a Oriente, en que se dilataba la actividad universal, estaban clausurados por efecto de las conquistas de los árabes, dominadores de las tres cuartas partes del mundo conocido. La Europa encerrada en el estrecho recinto de la línea del Danubio y la puerta de las columnas de Hércules, aislada, empobrecida, esclavizada, debilitada y amenazada de ser expulsada del Mediterráneo, -cuyas costas dominaban los turcos y los moros en África, Asia y parte de Europa,- parecía perdida y sólo el descubrimiento de un nuevo mundo podía salvarla. «El descubrimiento de un nuevo continente más allá de los mares tenebrosos, tuvo por efecto, no solamente abrir al comercio otros caminos, sino hacerle experimentar una transformación que ha influido más que ningún otro acontecimiento político sobre la civilización del género humano, por cuanto afectó, como continúa afectando más fuertemente cada día, todas las partes del globo y la humanidad entera»1. Este descubrimiento, -verdadero punto de partida de la era moderna,- al restablecer el equilibrio dinámico remontando á las causas del movimiento y efectos de las fuerzas, hizo que las otras cosas girasen armónicamente en su esfera de atracciones recíprocas, y sus hombres en el círculo vital de sus aspiraciones innatas. Así se operó el gran fenómeno social que renovó la civilización cristiana y salvó la libertad humana. El gran movimiento de Reforma, que vino inmediatamente después, al emancipar la razón y dar vuelo á las almas, depositó en las conciencias el germen de los principios democráticos que entraña la Biblia, -que era su código,- y que, transportados á un mundo nuevo debían regenerar la civilización europea degenerada y atrofiada, y difundirla vivificada en el orden político por toda la tierra, como la semilla fecunda de Triptoleno.
          No en vano la imaginación popular, anticipándose á los tiempos, supuso que la fuente de Juvencio soñada por los antiguos, que comunicaba en sus ondas la inmortalidad y la eterna juventud, se encontraba en el nuevo continente descubierto por Colón. Trasplantada el suelo virgen de la América la civilización decrépita de la Europa, con sus gérmenes vivaces de progreso, se rejuveneció y se aclimató en él, en condiciones de igualdad, sin poderes monárquicos ni teocráticos, sin privilegios ni aristocracia, y desarrollóse libremente en su atmósfera propicia. Abierto este nuevo é inmenso campo á la actividad humana operóse una evolución super-orgánica «en que los hechos revelan la educación del vástago y la cooperación de los antecesores muestra el germen de un nuevo orden de fenómenos»2. Fue una verdadera renovación del orden social en la materia viva con arreglo á la ley de la naturaleza. El resultado fue la organización de una democracia de hecho, y una sociedad nueva, hija del trabajo. Para el efecto bastó que el hombre, dejara en Europa su carga de servidumbres seculares,, se transportase á otro continente vacante, y entregado á su espontaneidad rehiciese su propio destino prevaleciendo sus instintos sanos y conservadores en la lucha por la vida.

  1. Scherer: «Histoire du commerce de toutes les nations», t. I, p. 138.
  2. Spencer: «Principes de sociologíe» t. I, p. 6.
 
  

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