Cap. 1.8

          La historia se modela sobre la vida, y como las acciones humanas son fuerzas vivas incorporadas á las cosas, sus elementos se desarrollan bajo la influencia de su medio,  como el bronce en fusión ó la arcilla, toman las formas que su molde las imprime. Así vemos, que la colonización hispano-americana desde sus orígenes entrañaba el principio del individualismo y el instinto de la independencia, que debían necesariamente dar por resultado la emancipación y la democracia. Vése así, que apenas conquistado y poblado el Perú por la raza española, fue teatro de continuas guerras civiles y revolucione, y que sus conquistadores, encabezados por Gonzalo Pizarro, enarbolaron el pendón dela rebelión contra su rey, en nombre de sus derechos de tales, obedeciendo á un instinto nuevo de independencia, y que cortaron la cabeza al representante del monarca, que lo era á la vez de la monarquía, de la aristocracia feudal y de la dominación española (1540). Un cronista contemporáneo, impregnado de las pasiones de la época, cuyo libro fue mandado quemar por los reyes de España porque las reflejaba, haciendo hablar á un jurisconsulto español, que era consejero del primer rebelde americano, pone en su boca estas palabras: «Argüia Zepeda, que de su principio y origen todos los reyes descienden de tiranos; y que de aquí la nobleza tenía principio de Cain; y la gente plebeya del justo Abél. Y que esto claro se mostraba por los blasones é insignias de las armas: por dragones, sierpes, fuegos, espadas, cabezas cortadas y otras crueles insignias que en las armas de los nobles figuraban.» El famoso Carvajal, nervio militar de la rebelión de Pizarro, tipo de los crueles caudillos sud-americanos que vendrían después á imagen y semejanza suya, aconsejaba á su jefe hacerse independiente, y uniendo el ejemplo á la acción, quemó en un brasero el estandarte real con las armas de Castilla y de León é inventó la primera bandera revolucionaria que se enarboló en el Nuevo Mundo1. Bien dice, pues, un moderno crítico español: «La guerra de Quito fue la primera y más seria de las tentativas de independencia á que se atrevieron los españoles americanos»2. Cuando apenas una nueva generación europea había nacido en América, vése a un hijo de Hernán Cortés, que llevaba en sus venas la sangre americana de la célebre india Da. Marina, fraguar una conspiración para independizar á Méjico de su metrópoli, en nombre del derecho territorial invocado por Pizarro.
          La pobre y oscura colonia del Paraguay fue desde sus primeros tiempos una turbulenta república municipal, emancipada de hecho, que se gobernó á sí misma y de dictó sus propias leyes. Los colonos depusieron gobernadores con provisión real al grito de ¡mueran los tiranos!, eligieron mandatarios por el sufragio de la mayoría y mantuvieron sus fueros por el espacio de más de veinte y cinco años (1535-1560), bastándose á sí mismos. Cuando hubo nacido allí una nueva raza criolla, producto del consorcio de indígenas y europeos, un nuevo elemento se introdujo en la colonia. Un contemporáneo español, testigo presencial de esta gestación, decía en 1579 hablando de «estos hijos de la tierra,» que «de las cinco partes de la gente española, las cuatro son de ellos, y cada día va en aumento, teniendo muy poco respeto á la justicia, á sus padres y mayores, muy curiosos en las armas, diestros á pie y á caballo, fuertes en los trabajos, amigos de la guerra y muy amigos de novedades»3.
          Bastan estos ejemplos remotos para comprobar que la colonización hispano-americana extrañaba el germen del individualismo y de la independencia, aun haciendo caso omiso del levantamiento de los hermanos Contreras en Nicaragua (1542), que presentaron batalla campal á las tropas del rey del Panamá; de la revolución de Gonzalo Oyón (1560), en Popayám; de la sublevación de Aguirre en el Amazonas (1580), que llevó la sedición hasta el centro de Nueva Granada, y de otros muchos alborotos del mismo género hasta fines del siglo XVII, por cuanto estas insurrecciones iniciales fueron resabios del revuelto espíritu castellano más bien que productos de la tierra, aunque presagiasen ya la índole de la insurrección futura. Así, la España, fundó con su colonización americana un mundo rebelde y una democracia genial, mientras la Inglaterra fundaba en la suya un mundo libre y una democracia orgánica.
          La insurrección verdaderamente criolla se iniciará á principios del siglo XVIII, en que se oye por primera vez en Potosí el grito de Libertad, y los criollos dejan de considerarse españoles para apellidarse con orgullo americano. Es el asomo de un nuevo espíritu nacional. Los sabios viajeros españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa, comisionados para medir un grato terrestre sobre el Ecuador (1735), trazaron la línea divisora entre ambas razas: «No deja de parecer cosa impropia, que entre gentes de una misma nación y aún de una misma sangre, haya tanta enemistad, encono y odio, y que las ciudades y poblaciones grande sean un teatro de discordias y de continua oposición entre españoles y criollos. Basta ser europeo, ó chaperón, como le llaman, para declarase contrario á los criollos; y es suficiente el haber nacido en Indias para aborrecer á los españoles. Desde que los hijos de europeos nacen, y sienten las luces aunque endeble de la razón, ó desde que la racionalidad empieza á correr los velos de la inocencia, principia en ellos la oposición á los europeos. Es cosa muy común el oír repetir a algunos que si pudieran sacarse la sangre de españoles que tienen de sus padres, lo harían porque no estuviese mezclada con la que adquirieron de sus madres»4.Los mestizos daban pábulo á este incendio latente de odios étnicos.
          En 1711, los mestizos proclamaron rey de Venezuela á un mulato, y en 1733 los criollos se levantaron en armas contra los privilegios de la «Compañía Guipuzcoana de Caracas», organizada para monopolizar el comercio de los productos de tierra, y dieron batallas campales en favor de la libertad de los cambios, obligando á la metrópoli á prometer su extinción5. Por el mismo tiempo (1730), dieron los mestizos el grito de insurrección «en número de 2,000 hombres en Cochabamba (Alto Perú), y se juntaron en el nombre del ejército con armas y banderas desplegada, en odio de los españoles europeos para protestar contra el impuesto personal», conquistando la franquicia de elegir alcalde y corregidores criollos, con exclusión de los españoles6. En 1765, en el mismo año en que los americanos del norte protestaban contra los impuestos con que los gravaba el parlamento de la madre patria (1765), los criollos de Quito se insurreccionaron contra el impuesto de las alcabalas, -como en tiempos de Carlos V lo había hecho ya,- muriendo más de 400 hombres y venciendo al fin á los españoles, hasta obtener una amnistía7. Pero estos estallidos precursores de la revolución que estaba en las cosas y se operaba en los espíritus, no tenía sino por accidente un carácter político, y carecieron de formas definidas y de propósitos deliberados de libertad é independencia.
          Estaba reservado á la embrionaria república municipal del Paraguay dar el primer ejemplo de un movimiento revolucionario con una doctrina política, que envolvía el principio de soberanía popular superior á la de los reyes. Con motivo de un conflicto entre el gobernador nombrado por el rey y el Cabildo de la Asunción que invocaba los antiguos fueros municipales de los colonos, el Paraguay levantó el pendón de Padilla caído en Villalar. Entonces apareció en la escena el famoso José Antequera, americano de nacimiento y educado en España, que aclamado Gobernador por el voto del Común, declaró ante el pueblo: que los pueblos no abdican; que «el derecho natural enseña la conservación de la vida, sin distinguir estado alguno que sea más privilegiado que otro, como á todos enseña é instruye aun sin maestros, á huir lo que es contra él, como servidumbre tiránica y sevicia de un injusto gobernador»8. Con esta bandera y este programa se hizo él caudillo del pueblo contra la supremacía teocrática de los jesuitas del Paraguay, que lo barbarizaban y explotaban; levantó ejércitos, dio batallas contra las tropas del rey; derribó cabezas y fue bendecido como un salvador (1724-1725). Como Padilla, expió su crimen en un cadalso como reo de lesa majestad (1731), justamente con su alguacil mayor, Juan de Mena. En presencia dela muerte, renovó su profesión de fe, y en la prisión formó un discípulo que continuase su obra. Fue éste un tal Fernando Mompox, americano como él, que huyó de la cárcel de Lima, se trasladó al Paraguay, y avivó «el fuego tapado con cenizas», según la expresión del virrey del Perú. Á la noticia de la ejecución de Antequera, la hija de Juan de Mena, que á la sazón llevaba luto por su esposo, se despojó de él y reveló por la primera vez la pasión femenil por la libertad de América, vistiendo sus más ricas galas: «No debe llorarse, dijo, una muerte tan gloriosamente sufrida en servicio de la patria»9. Mompox organizó bajo la denominación de Comuneros, el partido de Antequera y del Cabildo, y se hizo su tribuno, deponiendo otro gobernador é instituyó una Junta de Gobierno, elegida popularmente con esta fórmula política: «La autoridad del Común es superior á la del mismo rey. Opongámonos á la recepción del nuevo gobernador en nombre del pueblo, asumiendo una responsabilidad colectiva que escude á los individuos»10. Después de estas palabras, que lo han hecho revivir en la posteridad (1732), Mompox desaparece envuelvo en la derrota de su causa11.
          La semilla comunal sembrada por Antequena y Mompox, retoñó en otra forma en la Nueva Granada, medio siglo después (1781). Con motivo de establecerse nuevos impuestos, que gravaban la producción del país, una mujer del pueblo arrancó en la ciudad del Socorro el edicto en que se promulgaban. El país se levantó en masa bajo la dirección de sus municipalidades, y con la denominación de Comuneros levantó un ejército de veinte mil hombres, á órdenes de su capitán general Juan Francisco Berbeo, popularmente elegido, que batió á las tropas reales é impulso las capitulaciones llamadas de Zipaquirá, en que se pactó la abolición perpetua de los estancos y se moderaron los derechos de alcoholes, papel sellado y otros impuestos; que se suprimiesen los jueces de residencia, y los empleos se diesen á los americanos y sólo por su falta á los españoles europeos; confirmándose los nombramientos populares de los capitanes elegidos por el Común, con la facultad de instruir á sus compañías e los días de fiesta en ejercicios militares, todo, bajo la garantía de una amnistía que se juró por los Santos Evangelios. La capitulación fue violada por los españoles, bajo el pretexto de que «lo que se exije con violencia de las autoridades trae consigo nulidad perpetua y es una traición declarada». Un caudillo más animoso, llamado José Antonio Galán, volvió á levantar la bandera de los comuneros, pero vencido otra vez, fue condenado á ser suspendido en la horca como reo de alta traición, á ser quemado su tronco delante del patíbulo y sus miembros colgados en escarpias en el teatro de la insurrección, confiscando sus bienes, demoliendo sus casas, sembrándolas de sal, y su descendencia se declaró infame. Berbeo vivió en la oscuridad, y es acaso, observa un historiador, el único ejemplar de las colonias españolas, de un jefe que después de haber hecho la guerra al soberano, hubiese existido en sus dominios sin morir en un patíbulo12.
          Pero estos movimientos concéntricos y otros muchos del mismo género, dentro de los elementos del sistema colonial, son agitaciones sin trascendencia, que sólo tienen valor como antecedentes históricos, por cuanto no señalan una verdadera revolución. Espero, esto prueba, que durante dos siglos, la América del Sud tuvo una vida trágica y tormentosa, y que así en los primeros tiempos de la conquista como durante la colonización, los españoles americanos y los nativos protestaron siempre contra la dominación absoluta de la madre patria, y que ella era odiada por los americanos, síntomas que presagiaban una crisis fatal.
  1. El palentino Fernández: «Hist. del Perú» (ed. de 1571), lib. I, cap. XXXIV, p. 35. - Compárese con la pálida versión que de la teoría de Zepeda hace Robertson en su «Hist. of America», lib. VI. - Véase además: Garcilaso de la Vega: «Hist. gral. del Perú», 2º parte, libro IV, p. 242.
  2. M. Ximénez de la Espada en el Prólogo á la «Guerra de Quito» de Cieza de León, t. I, p. 33.
  3. Informe del tesorero Hernando de Montalvo, escrito en 1579, que vino al Río de la Plata con la expedición de Zárate y fue cabildante de Buenos Aires en 1589. (M. S. inédito del Archivo de Indias)
  4. J. Juan y A. Ulloa: «Noticias secretas de América», ps. 415 y 420.
  5. Montengro: «Geografía general para el uso de la juventud de Venezuela» (obra fundamental), t. IV, p. 60. - Véase «Real Compañía Guipuzcoana de Caratas», p. 30 y sig. 
  6. Relación del Marqués Castel-Fuerte en 1736, en «Memorias de los Virreyes del Perú», t. CXIII, p. 282-283.
  7. Restrepo: «Historia de la Rev. de la Rep. de Colombia», (ed. de 1827), t. I, ps. 7 y 8.
  8. «Carta segunda legal y política del doctor Joseph de Antequera», en «Col. gral. de doc.», relativos á los jesuitas del Paraguay, t. III, ps. 213 y 293.
  9. Testimonio de Charlevois, que como jesuita era enemigo de Antequena y de Mena. «Hist. du Paraguay», t. V, p. 179 (ed. en 8º de 1757)
  10. Charlevoix. «Hist. du Paraguay», t. V, ps. 146 y 147
  11. Véase: «Relación del Marqués de Castel-Fuentes» en «Mem. de los Virreyes del Perú», t. III, p. 306 y sig.
  12. Restrepo: «Hist. de la Rep. de Colombia», t. I, p. II y sig.
  

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