Cap. 1.15

          Terminada la gran guerra hispano-americana y pacificado el continente, el libertador Bolívar exclamaba: - «Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás»1. Aún a este precio la independencia era ganancia. La independencia era el bien de los bienes, porque era la vida, pues la continuación del sistema colonial era la muerte lenta por la descomposición y valía más alcanzarla con gloria en l lucho por la existencia antes que merecerla oprobiosa  estérilmente. La independencia era además el establecimiento de la república democrática, y esta sola conquista valía todos los sacrificios hechos en su honor. Con la independencia y la república reconquistaría la América del Sud todos los bienes perdidos, y alcanzaría otros que la engrandecerían en los tiempos. Aun cuando, por una injusticia del destino, la posteridad de sus fundadores hubiese de ser defraudada de su legítima herencia, aun sí, ese movimiento regenerador quedará en la historia como uno de los más grandes pasos que haya dado la humanidad jamás. La América del Sud no tiene por qué quejarse de la tarea que le ha cabido en la común fatiga de la elaboración de los destinos humanos, y cuan grandes sean sus trabajos, sus sacrificios y desgracias por cumplirla, tiene derecho a alimentar la esperanza de alcanzar el éxito y el premio. En todo caso, puede considerarse feliz, «si después de sobrellevar generosamente su carga, entrega su rota espada al destino vencedor con varonil serenidad».
          La republicanización de todo un mundo, impuesta como un derecho al absolutismo triunfante la constancia para alimentar la llama revolucionaria de la libertad cuando estaba apagada en toda la tierra, su acción directa para restablecer el equilibrio del mundo, son hechos en que la América del Sud ha representado el primer papel, y que sin su concurso eficiente como se habrían verificado.
          Cuando en la primera década del siglo XIX la América del Sud empezó a intervenir en la dinámica política del nuevo mundo por la gravitación de la masa, la república de los Estados Unidos era un sol sin satélites, que únicamente alumbraba su propia esfera. La aparición de un grupo de naciones nuevas, que a la manera de astros surgieron de las nebulosas coloniales del sud, formó por la primera vez en el mundo un sistema planetario en el orden político, con leyes naturales, atracciones universales y armonía democrática. Un continente entero, con veinticinco millones de almas, fue conquistado para la república; y este continente, casi igual en extensión a la mitad del orbe, articulado por gigantescas montañas y ríos inmensos que le penetraban, extendíase de polo a polo, estaba bañado al oriente y al occidente por los más grandes mares del planeta, poseía todas las riquezas naturales y en sus variadas zonas podían aclimatarse todas las razas de la tierra como si hubiese sido formado en el plan de la creación para un nuevo y grandioso experimento de la sociabilidad humana, con unidad geográfica y potencia física. La república aclimatada en él, lo predestinó desde temprano a esta renovación del gobierno y su unificación republicana por el hecho de la revolución de Sud-América, dio su grande y verdadera importancia a su constitución geográfica y a su constitución político.
          En aquella época, no existían sino dos repúblicas en el mundo: la Suiza en Europa y los Estados Unidos en América: la una consentida, la otra aceptada. Lo Estados Unidos tenían en 1810, poco más de siete millones de habitantes y su influencia no se había hecho sentir aún: la fundación de las nuevas repúblicas sud-americanas, constituyéndolo en centros de atracción y alma de un nuevo mundo republicano, los elevó de 1810 a 1820 a la categoría de primera potencia cuando aún no contaban con nueve y medio millones de habitantes, cuando las instituciones democráticas estaban desacreditadas y el absolutismo monárquico triunfaba en toda la línea. La influencia preponderante de la América en esta gran evolución fue reconocida por la Inglaterra cuando declaró, como se ha establecido antes, que «las colonias hispano-americanas pobladas por la raza latina e independizada bajo la forma republicana, era un nuevo elemento que restablecía el equilibrio del mundo, y que en lo sucesivo debía dominar las relaciones de ambos mundos»2.
          Las repúblicas sud-americanas se lanzaron a la lucha con suficientes fuerzas para conquistar su independencia, como lo demostraron triunfando solas; pero sin elementos de gobierno. Pasaron sin transmisión de la esclavitud a la libertad, después de remover los obstáculos amontonados a su paso en el espacio de tres siglos, y al proclamar su triunfo, encontrábanse en su punto de partida con las formas elementales de una democracia genial, con la lepra de los antiguos vicios que no podían extirparse en una generación, y los males que la guerra había producido. La guerra las había empobrecido física y moralmente, gastando en ella no sólo su sangre, sus tesoros y su energía vital,  sino también sus más ricas fuerzas intelectuales. Todo tenían que improvisarlo para el presente y crearlo para el futuro: hombres de estado, espíritu civil, gobiernos, constituciones, costumbres, política, población y riqueza. La riqueza vino con la independencia; pero su insuficiencia gubernamental, su carencia de órganos apropiados para la vida libre, las entregaron fatalmente a la anarquía y al despotismo, oscilando por largos años entre dos extremos sin poder encontrar su equilibrio. Fue esta la época de transición del primer ensayo democrático, y fue entonces cuando uno de sus más grandes libertadores exclamó con desaliento, que todo se había perdido, menos la independencia ganada y la forma republicana imperante. Con este capital y sus réditos compuestos, todo podía rehacerse, y se rehízo cuando era humanamente posible. El instinto de la conservación prevaleció y su equilibrio relativo se estableció en las nuevas repúblicas dentro de sus elementos orgánicos. Lo único que no pudo normalizarse fue el funcionamiento de su máquina política, bien combinada en su mecanismo en lo escrito, pero falseada prácticamente en sus resortes por falta de buenos directores que le imprimiesen movimiento regular y por falta también de pueblo apto para el ejercicio de sus derechos. Esto ha dado motivo para que se establezca como un axioma de política experimental, que la América del Sud es incapaz de gobernarse, y que su revolución ha sido un naufragio de las instituciones republicanas. Hay en el fondo de esto alguna verdad; pero la conclusión que se formula en consecuencia es injusta, y nada está perdido mientras la institución republicana, que es la grande obra de revolución, no desaparezca.
          Ningún pueblo se hubiese gobernado mejor a sí mismo en las condiciones en que se encontraron las colonias hispano-americanas al emanciparse y fundar la república, que estaba en su genialidad, pero no en sus antecedentes y costumbres. Los mismos Estados Unidos, con elementos poderosos de gobierno, pasaron por un período hasta su existencia como nación bien organizada. Así mismo, con todas sus deficiencias y extravíos, todas sus vergüenzas y sus brutales abusos de fuerza en pueblos y gobiernos, las nuevas repúblicas del Sud mostraron tener la conciencia de su ser político, un sentido moral colectivo, el anhelo de la libertad y el instinto sano de la conservación. Lo prueba el hecho de haber constituido sus nacionalidades según su espontaneidad, bastándose a sí mismas. No pueden decirse de ellas que merecieron los perversos gobiernos que las han afligido, por cuanto, sus pueblos siempre protestaron contra ellos hasta derribarlos. La razón siempre estuvo más arriba de los malos gobiernos. Cuando los gobiernos, inspirándose en el bien público, se han puesto á su nivel, tan bajo como era, han tenido autoridad moral, mientras eran condenados al desprecio o al olvido los mandones que sólo buscaban en el poder la satisfacción de sus apetitos sensuales. Esto revela la existencia de una idea dominante, superior a los males gobiernos que han deshonrado a las repúblicas sud-americanas, haciéndolas el ludibrio del mundo por muchos años.
          Se ha tratado muchas veces de rehacer sincrónicamente la historia de las colonias hispano-americanas en el supuesto de que se hubieran mantenido bajo la dominación de la madre patria, o lo que es más probable, sido conquistadas por alguna gran potencia europea. En el primer caso, hubieran muerto de inanición, o continuarían vegetando miserablemente bajo el imperio de leyes contrarias a la naturaleza, peor que Cuba y Puerto Rico. Si la Inglaterra hubiese conseguido apoderarse de Cartagena de Indias en 1740 o del Río de la Plata en 1806 y 1807, la América meridional sería inglesa. Algunos han pensado que este habría sido un acontecimiento feliz, que al anticipar su progreso, prepararse más seguramente su emancipación y libertad. Es posible que las colonias hispano-americanas serían en tal hipótesis, lo que son hoy Australia y el Canadá. Las colonias recolonizadas a la inglesa, poseerían más fábricas y más industrias; más puertos, diques y canales, y quien sabe si más riquezas, bajo la protección de una nueva madre patria más poderosa que la antigua; pero no serían naciones independientes y democráticas, que en la medida de sus fuerzas han concurrido y concurren al progreso humano, llenando una misión al anticipar el progreso político en otro sentido, y creando nuevos elementos para la vida futura. Inmovilizados sus destinos bajo el régimen colonial de la Gran Bretaña dominadora en el Atlántico y el Pacífico, yacerían aún en la época de su crecimiento vegetativo, con más instrumentos de trabajo, pero con menos elementos orgánicos de reconstrucción vital. Serían a lo sumo el pálido reflejo de una luz lejana; un tipo repetido vaciado en viejo molde; pero no serían entidades que han intervenido por otro medios en los destinos humanos, que han provocado acciones y reacciones que concurren al progreso universal, ni agentes activos del intercambio de los productos morales y materiales que son atributo de las razas destinadas a vivir en los tiempos complementándose. Apenas si en el mundo existían dos repúblicas; y la república matriz de los Estados Unidos aislada, circundada por el sud, el norte y el occidente por la restauración del antiguo sistema colonial, se habría inmovilizado también dentro de sus primitivas fronteras, si es que la renovación de la guerra con la madre patria a principios del siglo no hubiese tenido otro desenlace. La América del Sud sería un apéndice de la Europa monárquica, y la Europa abría sido dominada por la Santa Alianza de los reyes absolutos, hasta con el concurso de la Inglaterra, única monarquía constitucional en el mundo. Tal es el prospecto de la uchronía que pretendía rehacer la historia sud-americana.
          Si la América del Sud no ha realizado todas las esperanzas que en un principio despertó su revolución, no puede decirse que haya quedado atrás en el camino de sus evoluciones necesarias en su lucha contra la naturaleza y con los hombres, en medio de un vasto territorio despoblado y de razas diversas mal preparadas para la vida civil. Está en la república posible, en marcha hacia la república verdadera, con un constitución política que se adapta a su sociabilidad, mientras que más antiguas naciones no han encontrado su equilibrio constitucional. Ha encarado de hito en hito lo más pavorosos problemas de la vida y resuéltolos por sí misma, educándose en la dura escuela de la experiencia y purificándose de sus vicios por el dolor. Obedeciendo a su espontaneidad, ha construido sus respectivas nacionalidades, animadas de un patriotismo coherente que les garante vida duradera. Desmintiendo los siniestros presagios que la condenaban a la absorción por las razas inferiores que formaban parte de su masa social, la raza criolla, enérgica, elástica, asimilable y asimiladora, las ha refundido en sí, emancipándolas, y así ha hecho prevalecer el dominio del tipo superior con el auxilio de todas las razas superiores del mundo aclimatadas en su suelo hospitalario, y de este modo el gobierno de la sociedad le pertenece exclusivamente. Sobre la base y con este concurso civilizador, su población regenerada se duplica cada veinte ó treinta años, y antes de terminar el próximo siglo la América del Sud contará con 400 millones de hombres libres y la del Norte con 500 millones, y toda la América será republicana. En su molde se habrá vaciado la estatua de la república democrática, última forma racional y última palabra de la lógica humana, que responde a la realidad y al ideal en materia de gobierno libre.
          A estos grandes resultados habrá concurrido en la medida de su genio concreto, siguiendo el alto ejemplo de Washington y a la par del libertador Bolívar, el fundador de tres repúblicas y emancipador de la mitad dela América del Sud, cuya historia va a leerse y cuya síntesis queda hecha.
 
  1. Mensaje de Bolívar al Congreso constituyente de Colombia, de 20 de enero de 1830. «Doc. para la hist. del Libertador», t. XIV, p. 122.
  2. Nota de Canning en 1823, antes citada.
  

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